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Jesús, el Santo de los fuertes5 minutos para ler


Muchas veces, al observar imágenes de santos, nos encontramos con figuras cándidas de una bienaventuranza angelical, que nos hacen pensar que fueron personas nacidas con un don especial, que recibieron una protección privilegiada del Cielo y tuvieron una vida casi sobrehumana, en medio de éxtasis y gozando de bienestar, sin atropellos ni adversidades.

Esta imagen, no obstante, es engañosa. Los santos fueron guerreros valientes que sufrieron todo tipo de reveses.

Fueron calumniados, criticados, abandonados, hostigados incluso por sus seres más queridos; en muchas ocasiones fueron tachados de locos y alienados, padeciendo en la carne y en el espíritu, sin gozar de una vida sosegada ni disfrutando de privilegios celestiales. No fueron personas pusilánimes, no tuvieron una vida fácil. Por el contrario, sabían que valía la pena luchar por Aquel a quien entregaron sus almas y todos sus bienes, externos e internos.

Los santos fueron perfectos imitadores de Cristo, y así como Jesucristo no era brusco, tampoco era un tímido pacificador que trataba de complacer a todos evitando causar la mínima indisposición, y así no salirse de las gracias de la religión establecida, el judaísmo, del cual era un seguidor ejemplar.

Hoy en día, intentan presentarnos la imagen de un Jesús “buenecito”, un Jesús acéfalo, tibio; e intentan convencernos de que, en su nombre, debemos aceptar todas las cosas equivocadas y todas las injusticias. Quien cree en ese falso Jesús, que nunca existió, además de vivir para agradar a los hombres, está preñado de respeto humano, desea circular entre “griegos y troyanos” y unirse a quien represente una amenaza menor o le traiga más ventajas.

Jesús, sin embargo, no era nada de eso. Jesús es la Verdad, y la Verdad no cede, no actúa para agradar, no engaña, no confunde, no siembra incertidumbre, no es ambigua, no relativiza. Él no bajaba la cabeza ante de las autoridades religiosas, bañadas de hipocresía, y tampoco intentaba agradar a las personas con falsas lisonjas. Él no tuvo miedo de enfrentar las mentiras y los engaños practicados por los hombres ni de ofender nadie. Llamaba a los poderosos de la época de “guías ciegos, que filtráis el mosquito y os tragáis el camello”, diciéndoles: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que os parecéis a los sepulcros blanqueados! Por fuera tienen buena apariencia, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de podredumbre” (Mt 23, 24. 27).

Era la encarnación misma del amor: levantaba caídos, convertía incrédulos, acogía en su pecho a los desvalidos. Conocía a cada uno hasta lo más profundo de su alma y bastaba una mirada suya para hacer que una persona cambiase de vida. Reconocía la debilidad humana y, sin embargo, no era condescendiente con los errores y no hacía mimos a nadie. No era un hombre de medias tintas ni de medias palabras, y advertía a los que perdonaba: “Anda, y en adelante no peques más” (Jn 8, 11).

Las Sagradas Escrituras relatan muchos milagros realizados por Jesús: curó a ciegos y paralíticos, resucitó a muertos, expulsó a demonios, multiplicó los panes; caminó sobre las aguas, calmó vientos y tempestades. Sin embargo, todo eso representa apenas una pequeña parte de lo que hizo.

Practicaba su religión, pero no hacía concesiones, acuerdos o negocios oscuros para obtener cargos o ventajas en ella; por el contrario: supo desenmascarar a la falsa sinagoga. Hijo de carpintero y, sin embargo, Rey. A los ojos del mundo: pobre hombre galileo, pero era el Hijo de Dios y el propio Dios. Celoso de las cosas del Padre, no dudó en hacer un látigo de cordeles para expulsar del templo a los mercaderes que negociaban con las cosas santas.

Y los que alcanzaron la santidad, conocían a Jesús profundamente. A Él entregaron sus vidas y por Él aguantaron todo tipo de sufrimientos. Siguiendo su ejemplo, no se dejaron llevar por los engaños del mundo, no vendieron sus almas, nunca lo negaron. Sufrían persecuciones, martirios, traiciones, renunciaron a los placeres del mundo, pero, a Cristo, jamás.

Nunca se avergonzaron de Jesús ni intentaron adaptar sus enseñanzas para agradar a los hombres de carácter dudoso, estuvieran en la posición que estuvieran, pues solo tenían un Maestro, un rumbo, un Señor, un Rey.

Y esto no ha cambiado. Jesús es Dios, por eso es atemporal. Él es Señor del tiempo y de todas las cosas. Jesús es el Jesús de los fuertes, que sostiene nuestra debilidad, capacitándonos para luchar a su lado contra el mundo de las tinieblas impuesto por satanás a los hombres. Por eso, su iglesia ha triunfado a lo largo de los siglos. Él es nuestro Divino Comandante. Si Él no está al frente de este ejército, ¿quién sería capaz de vencer al señor de las tinieblas?

Exactamente por eso, ciertas corrientes de pensamiento tienden a relegar el papel de Jesús a un segundo plano en sus consideraciones, en un intento de vaciar su significado, de “modernizarlo”, como si Él no debiera estar en el centro. Predican doctrinas extrañas que nos muestran un “Dios mayordomo”, un Dios al servicio de los hombres, pero se niegan a ser hombres al servicio de Dios.

Por eso odian y persiguen a los que escogieron vivir en santidad, porque la rectitud hiere profundamente a aquellos que no la practican.


(*) Izilda Alves de Oliveira es licenciada en Letras por la Universidad de São Paulo, graduada en Psicología por la Facultad Municipal Prof. Franco Montoro y posgraduada en Docencia de Enseñanza Superior por el SENAC/SP.

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